Jorge Durán / AFP
Jorge Durán / AFP

Maradona creador de paraísos

Manuel Abratte

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Para valorar la obra de Maradona se necesita gimnasia en el ejercicio de elevación intelectual y espiritual, para ser capaces de posarse por sobre el hinchismo promedio, por sobre la opinión prosaica de tertulias digitales
y (aún más importante) por sobre la miopía exudada del moralismo social. Solamente de esa manera se podrá experimentar su significancia, sin la contaminación de los humores extradeportivos y ordinarios.

Como con todo genio, en su creación hay una invitación al contacto con lo exquisito, lo extraordinario y lo ideal. El único requisito de acceso es un código de etiqueta: el atavío de la contemplación estética.

El espíritu noble sabe medir al actor en el teatro, y a su arte en el escenario: con los ojos en la escena, pero el alma –cual barrilete- remontando.

El arte tiene la virtud de generar universos de experiencias paralelas, de capturar la atención y entregarla a realidades virtuales: oníricas, excelsas y exuberantes. Lo sublime de la obra se eleva y flamea solemne sobre el mástil de la pedestre realidad. El artista es un creador de hechizos, Maradona un creador de paraísos (futbolísticos, debe aclararse para los miopes).

Y Maradona es un dios…

Las concepciones más empíricas definen a Dios como el resultado de la proyección al infinito de cualidades humanas. En Maradona, la perfección de la ejecución, la delicadeza de las formas y la sutileza de los gestos alcanzaron su valor absoluto. Es imposible concebir niveles superiores en esos respectos. El talento de Maradona es el listón máximo imaginable del fútbol, por lo tanto: Maradona es un dios.

Y como todo artista, vivirá infinitamente en su legado. Mientras tanto, nosotros, con nuestros fracs de estetas, seguiremos visitando esos paraísos abstractos, por encima de la miseria terrenal y mirando siempre hacia lo alto.

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