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El arte como ejemplo de la valoración de la obra

Manuel Abratte
5 min readFeb 4, 2021

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El arte como ejemplo de la valoración de la obra por sobre la vida personal del creador

¿Acaso el valor de la Mona Lisa se mide por la entereza ética que haya tenido Leonardo Da Vinci? ¿Importa la corrección moral de Klimt al momento de apreciar sus cuadros? ¿La calidad literaria de Hamlet u Otelo dependen de la observancia cívica que haya mostrado Shakespeare con sus conciudadanos de Stratford-upon-Avon? ¿Las composiciones de Mozart nos conmoverían más o menos de acuerdo a cómo trataba a sus amigos o familiares? ¿Es menos artístico el Guernica porque Picasso era acusado de misógino? ¿La forma en que Einstein trataba a su familia o la fidelidad de Stephen Hawking hacia su mujer menoscaban en algún grado sus aportes a la ciencia?

La lista de interrogantes retóricos puede continuar indefinidamente. La página de miembros ilustres de la historia de la humanidad puede aportar un cuantioso muestrario de personalidades turbulentas. Los ejemplos mencionados bastan para el propósito de este escrito: ¿por qué en la esfera del deporte no se puede lograr valorar la obra profesional en sí misma, despojada del plano de la vida personal de los deportistas?

El mundo del arte y la ciencia son ejemplos de la postura que se debería adoptar para analizar cualquier obra, tanto artística, científica como deportiva. Un enfoque centrado en el producto, descontaminado del torrente de la vida cotidiana. Su universo de interpretación no es la dimensión biográfica, sino los parámetros específicos de la esfera de actividad a la que lo producido pertenece. Una vez consumada, la creación pasa a tener vida en sí misma. El producto se convierte en un ser autónomo, alienígena, que se valida en su propia dimensión. Ajeno a su procedencia, extraño a su origen profano de carne y hueso. Es como un hijo nacido en otra esfera, que no reconoce a sus padres y que niega cualquier rastro de identidad pedestre. En el arte y la ciencia, la obra logra un asilo etéreo; siempre triunfal ante las fauces de la dimensión real, como un fruto divino desprendido del árbol de la carne.

Al contrario de lo que pasa en los rubros de las bellas artes y la ciencia, en el reino del deporte la producción del atleta siempre está a la sombra del escrutinio de su vida personal. En una simbiosis antinatural, turbia y frágil, al deportista se lo erige como ejemplo de vida, y la valoración de sus logros se encuentra supeditada a la corrección moral y ética extradeportiva del humano ejecutor. En el deporte no se produce el desprendimiento de las dos dimensiones; hay un sometimiento incongruente de lo prosaico sobre lo artístico. Aquí hay otro punto de contraste: al artista rara vez se lo posiciona como modelo a seguir de usos y costumbres sociales (que como hemos mencionado, rara vez lo son). En el peor de los casos, el dedo señalador de la realidad trata de apuntar y salpicar a la obra, pero con el tiempo, ese intento siempre resulta vano. El arte siempre se proclama vencedor. De hecho, de forma paradójica, en los ámbitos como el literario o el fílmico, las turbulencias personales de los creadores hasta funcionan como aliciente para condimentar lo producido. En cambio, en el deportivo, son un elemento condenatorio. En ambos casos existe una distorsión de la vista, un desvío de la percepción.

Como espectadores, deberíamos ser lo suficientemente maduros como para librarnos de la atracción antiartística que ejerce la gravedad de la vida real, cuya fuerza nos tira hacia abajo, hacia el centro de lo terrestre y nos aleja de lo elevado de la producción. Deberíamos poder darnos cuenta de que cuando vemos a Barýshnikov bailar, en nuestra experiencia no cuentan ni por un segundo sus concepciones políticas. Al leer Cuentos de Navidad, nuestra mente no hace ni una sola nota al pie sobre la infidelidad y la crueldad de Dickens para con su esposa. La música de Wagner en nuestros oídos no experimenta la más mínima interferencia por el carácter autoritario atribuido a la personalidad del compositor. Deberíamos poder ejercer esa postura saludable –y superadora- al disfrutar de la sutileza de un Federer, el refinamiento de un Maradona, la destreza de un Jordan. Nada de lo que hacen de sus vidas privadas debería contar para experimentar y valorar sus destrezas.

Se pueden distinguir dos posturas esenciales al momento de apreciar una obra: un abordaje evaluativo y un abordaje experimentativo. El primero es un punto de vista degenerado, corrompido; en él se busca hacer encajar la obra con concepciones previas, derivadas de la realidad, de la academia o de la vida personal del creador. Es una vivencia de segunda mano, degradada a una lectura de correspondencias enciclopédicas, morales y biográficas. Se mira a lo creado desde la óptica ramplona del pragmatismo cotidiano. En el lado opuesto, el segundo abordaje es un modo pleno y auténtico de conectarse con la obra. Se basa en la vivencia inmediata del observador, en el fluir de los sentidos y en la evocación interior; totalmente íntima e individual. Es una conversación entre el espectador y lo percibido en el universo singular de la artística invención. Se da lugar a lo invocado por lo creado, sin mediaciones ni desviaciones. Un ejercicio auténtico de apreciación directo y transparente.

En el deporte predomina una mirada cristiana y santificante: a todo elemento que aparece en escena, se lo ubica como factor de dignificación de condiciones materiales de clase y se le atribuye un rol redentor. El deportista es adjudicatario de una identificación personal y se lo introduce al campo minado de la representación material y moral. No basta con lo que genera su habilidad, se le exige que encarne un modo de vida aceptable para los aficionados a su disciplina. No hay reconocimiento de lo primero sin la consecución de lo segundo. Dicho de otra manera, en el deporte lo segundo tiene prioridad sobre lo primero; una inversión de las prioridades. La visión del deporte tiene una proyección hacia la carne y el hueso, se interpreta al talento con el código de la vida real. En el arte, por el contrario, predomina una postura más noble. Su función no es de redención social, sino de entretenimiento estético, visual, de divertimento y recreación jovial. En el arte se soslaya -en el peor de los casos, se perdona- la fuente de la que proviene lo creado, y se prioriza el producto en sí. No importa si se está parado en el barro, lo que importa es recrearse en los fuegos artificiales que fulguran en lo alto. Los cañones de lo cotidiano no llegan con sus balas de empobrecimiento.

Desde el plano cotidiano no deberían proyectarse ni luces ni sombras hacia la obra deportiva. No debería haber puentes, ni nexos con el costado humano del ejecutor. Solamente la certeza del hilo invisible de la humana inspiración los une; intangible e irrelevante para la experiencia del observador.

Para ese propósito, quizá nos ayude recuperar elementos que los griegos atribuían a los poetas o los músicos. Para los helénicos, aquellos podían sintonizar con un orden esencial para capturar elementos vedados al plano de lo habitual. El inspirado es un mensajero, pero su mensaje es lo primordial. Poco debería importar qué hace de sus horas cotidianas con sus carnes y sus huesos. No debería haber relevancia en la manera en que lleva su humanidad entre humanos. Es un canal, un medio, con la identidad anónima del intermediario. El mensaje debería ser la meta, el objeto de los ojos, el foco de la mente y el elemento de valoración.

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